buscador

14/02/2015 - La Voz del Interior - Córdoba - Nota - Cuerpo Principal - Pag. 19

Azafatas

Eran para mí como sirenas de las aerolíneas, elfas que vivían en ese estado inmaculado, estrellas de cine entre los mortales pasajeros.

A los 6 años empecé a vivir en el aire. Mi papá se había mudado a otra ciudad, y él y mi mamá evaluaron que ya tenía edad suficiente para viajar sola a visitarlo.

El mecanismo tenía sus complejidades. Mi mamá y su marido me llevaban al aeropuerto, me acompañaban a hacer el check in y le daban los datos necesarios a la señora de la línea aérea, cuya cara yo nunca podía ver detrás de un altísimo mostrador: mi nombre, DNI, el de ella, libreta de familia, el de mi padre, su DNI, motivos del viaje, teléfono, si yo tenía alergias, fobias, miedos, si era una niña tranquila o un demonio.

Después, me acompañaba hasta la puerta de embarque, donde esperábamos, por un tiempo que a mí me parecía una eternidad, a que todos los pasajeros abordaran.

Yo era la última, hasta que una azafata apurada llegaba, hacía que mi mamá firmara unos papeles, me sonreía desde arriba y me daba la mano, para finalmente embarcar juntas.

Siempre era una azafata distinta, pero todas tenían algo en común. Parecían heroínas, con sus trajes prolijos, impecables. Tenían la boca pintada, un sutil aroma a perfume y el pelo recogido con precisión geométrica, ni un mechón rebelde. Hasta caminaban con sus tacos sin hacer ruido, flotando en las alfombras del aeropuerto.

Eran para mí como sirenas de las aerolíneas, elfas que vivían en ese estado inmaculado, estrellas de cine entre los mortales pasajeros.

Adulta en miniatura

Me sentía más libre que nunca apenas desaparecíamos por la manga, ese túnel que imaginaba igual al que uno recorre cuando se muere.

A partir de ese momento, estaba sola en el mundo por una hora de vuelo. Era una sensación de tremenda seguridad. Soltaba de a poco la mano de la azafata, acomodaba mi cartera (usaba una con la imagen de un osito), ponía una cara muy seria y caminaba rápido y derecho hasta la puerta del avión.

Me sentía una adulta. Era una adulta, una persona que viajaba sola en un avión enorme. La voz infantil con la que me saludaba el comandante al entrar y el gesto bobo que ponía cuando me regalaba “el caramelo de la compasión” eran casi un insulto.

“Tan chiquita, viajando sola, pobrecitamialma, ¿no te da miedo?”, era una de las frases típicas de las señoras pasajeras que solían creer que necesitaba una compañía maternal en el viaje. Yo las miraba sin sonreír y respondía, simplemente, “No”.

Después de varios viajes, me sabía de memoria las indicaciones de seguridad. Dónde estaba el chaleco, cuáles eran las salidas de emergencia, dónde presionar para usar la máscara para respirar. Y me ponía el cinturón antes de que nadie me lo recordara. Mientras hablaban, los movimientos de las azafatas eran tan armoniosos como ellas, Barbies cordiales que nunca perdían la calma. Cuando las escuchaba repetir las instrucciones en inglés (Good afternoon ladies and gentlemen and welcome...), pensaba que, además de hermosas y serenas, eran sabias que hablaban varios idiomas. Superheroínas. Mujeres que no eran de esta tierra.

El despegue era la mejor parte. Degustaba la adrenalina de sentir cómo se encendían los motores, el avión se desplazaba por la pista como un paquidermo perezoso y después remontaba vuelo con la liviandad de una pluma.

Dejaba que mi cuerpo cayera hacia atrás en el respaldo y miraba hipnotizada cómo las casas se convertían de a poco en manchas y la ciudad iba quedando lejos, con sus calles dibujadas. Amaba esa sensación. Mejor me sentía si mi compañero de asiento se agarraba fuerte del apoyabrazos y cerraba los ojos en pánico.

Tan grande me sentía que hasta me daba el lujo de no comerme los Bon O Bon que me regalaban, sino que los ponía en la cartera, porque quería “guardarlos para más tarde”.

La revelación

Así pasaron los años. Hasta que un día, cuando ya tenía 9, tuve mi primer golpe con la realidad. Tan duro como el contraste entre el suave despegue y el áspero aterrizaje. Uno de esos momentos en los que entendés algo, la primera de esas cuotas anuales en las que vas perdiendo la inocencia a medida que crecés. Una epifanía cruel.

Así como tenía que esperar para subir, también tenía que hacerlo para descender. Porque yo podía sentirme una chica independiente que viajaba sola, pero lo cierto es que para la aerolínea era una niña sin tutor por una hora.

Ese día, tras aterrizar, ya se habían bajado todos los pasajeros y yo esperaba sentada, suspirando de impaciencia. Una de las azafatas tenía que buscarme, darme la mano y llevarme hasta la puerta de salida, donde esperaba mi papá. Pero la cosa se demoraba y ella no llegaba. Mientras, las demás se reunieron en mitad del pasillo a charlar. No me veían hundida en mi asiento y creo que se olvidaron de que estaba ahí.

Una de ellas, que tenía un perfecto rodete castaño, se soltó el pelo. El gesto me pareció una transgresión. Peor fue ver que su pelo cayó hasta la cintura, recto, espeso, igual que el mío cuando pasaba muchos días sin bañarme. Otra de ellas empezó a hablar del marido y usó las palabras “boludo” y “papafrita” (era la década de 1980).

Una sacó de su bolso un sobre y dijo, con un acento porteño que nada tenía que ver con la voz que había usado 10 minutos antes para decir “Enderecen sus asientos, señores pasajeros, por favor”, que había empezado un nuevo negocio y extendió unas bolsas a las demás. Estaba vendiendo paquetes de sahumerios.

No lo podía creer. No estaba sorprendida: estaba irritada. Indignada con esas mujeres que, con un gesto, despreciaban un mundo especial.

Era como asomarse detrás del telón de un teatro y ver a los actores quitarse el maquillaje. Como encontrarte con tu maestra de grado andando en moto con un gordo barbudo. Me asomé por el pasillo y las miré otra vez con una mueca de desaprobación.

Ellas no me prestaron atención. Pero vi algo más. Una mujer rubia estaba reclinada en un asiento y se había sacado los zapatos, esos tacos moderados del uniforme de Aerolíneas Argentinas. Y allí estaba el horror. Sus brillantes medias de nailon, de suave color durazno, tenían un hueco en el talón. Un agujero cruzado por finos hilos que se tensaban y que dejaban ver la piel, que se estiraban y mostraban un talón curtido, oscurecido, rugoso y seco.


D'Onofrio 158 - (1702) Ciudadela - Buenos Aires - Argentina - Teléfono: +54 011 4653 3016/19/19
aviones@aviones.com
pie_linea
cartel_apta