Accidente LAPA: «No sé qué pasa viejo, pero todo está bien»

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Previo al despegue, los pilotos del vuelo 3142 de LAPA con destino a la ciudad de Córdoba intercalan conversaciones personales con el chequeo de las listas de control. Omiten entre otras, la de before take off, que verifica la configuración de los flaps.

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Es un milagro que esté viva”, dice Marité Hereñú, con el 64 por ciento de su cuerpo quemado, incluida la cara. No tiene olfato y perdió la sensibilidad al frío y al calor en sus manos. “Mis venas ya no pasan por el mismo lugar. Me reconstruyeron el sistema venoso completo”, cuenta la mujer de 62 años que hace 25 sobrevivió al espanto en el que se convirtió el vuelo 3142 de Líneas Aéreas Privadas Argentinas (LAPA). Marité estaba acomodada en el asiento 14 D aquella noche del 31 de agosto de 1999, minutos antes de las 21, para volver a Córdoba tras un largo día de trabajo en Buenos Aires.

Llegó a ver por la ventanilla cuando una de las turbinas se empezó a incendiar, antes de que el avión terminara prendido fuego y estrellado. Logró saltar del aparato, pero quedó envuelta en llamas debajo de una de las alas. “Me cayó una bola de combustible encendido en el pelo y de la desesperación traté de apagarlo con las manos, que se me prendieron fuego. De ahí siguieron la pollera, las medias can can y las botas”, recuerda en diálogo con LA NACION. A su lado, en el 14 C, viajaba Oscar Alfredo Nóbile.

“Marité no se podía desabrochar el cinturón. Encima, con el calor, las medias de lycra se le pegaron a la piel. Apreté el botón de su cinto y los dos saltamos por la puerta de emergencia que se había deformado por el calor”, repasa. No se conocían, eran compañeros circunstanciales de asiento, pero se salvaron juntos. Ambos son sobrevivientes de la mayor catástrofe aérea ocurrida en suelo argentino, en la que murieron 65 personas y 35 sufrieron heridas graves. Según se pudo reconstruir luego, los pilotos no realizaron las acciones de configuración de las alas para el despegue e ignoraron las alarmas del avión.

“¿Qué mierda pasa?”, le dijo el copiloto, Luis Etcheverry, a Gustavo Weigel, el comandante, mientras el avión carreteaba. El Boeing 737 nunca levantó vuelo: a 250 kilómetros por hora, rompió las rejas que rodeaban el aeropuerto porteño, atravesó la avenida Costanera Rafael Obligado, arrolló a dos vehículos, impactó contra diversas estructuras y se detuvo frente a un talud del campo de golf de Punta Carrasco. Hace 25 años se escribía este triste capítulo de la aviación civil argentina, que puso en el centro de discusión los niveles de seguridad para volar. Si bien la Justicia dictó dos condenas leves para personal de control de la aerolínea, finalmente se declaró prescripta la causa, sin castigo para los principales acusados. Nadie fue preso.

”Mis gritos de dolor se escuchaban hasta la calle” A Oscar no se le borra de su memoria la leyenda de la publicidad de LAPA: «Viaje a Buenos Aires por 49 pesos». Un pasaje de ómnibus costaba 40 pesos en aquellos años, cuando la empresa de Gustavo Andrés Deutsch apareció con fuerza para sacudir el mercado aerocomercial doméstico. Las personas que habitualmente viajaban a la ciudad de Buenos Aires optaron entonces por volar. Desde Córdoba, el trayecto llevaba algo más de una hora en lugar de ocho. Oscar terminó con el 14% de su cuerpo quemado y se sometió a más de 12 cirugías.

“En el hospital, mis gritos de dolor se escuchaban hasta la calle”, rememora. Después llegaron los injertos de piel. “Yo me los mordía por la picazón y por eso me quedaron marcas”, cuenta este ingeniero que vive en la ciudad de Córdoba. Por las lastimaduras, debía evitar la luz del sol y pasaba el día a oscuras. “Marité estaba en una habitación cerca de la mía, festejamos juntos Navidad y Año Nuevo. Cuando comenzó a caminar parecía un robot, andaba durita. Al tiempo, me fue a ver con tacos altos. ¡Muy coqueta la Marité!”, declaró alguna vez Benjamín Buteler, otro de los sobrevivientes, que también permaneció en el Hospital Alemán. Benjamín recuerda al detalle los momentos previos al accidente. En Aeroparque, se había encontrado de casualidad con su amigo Damián Damonte. Se abrazaron; hacía mucho que no se veían. Entraron juntos al avión y se sentaron el sector delantero.

Producto de la inercia del choque, los asientos los aplastaron. Damián no sobrevivió. A Benjamín tuvieron que amputarle los pies y perdió la movilidad de un brazo. “Estuve un mes muriéndome en terapia intensiva. Mis hijos vivieron durante siete meses todos separados en la casa de familiares y amigos. Mi hija más chica, que en ese momento tenía un año recién cumplido, le decía papá a un primo mío”, relata. A fines de 2000 viajó a Estados Unidos para seguir con su tratamiento. Un mes después, cuando volvió a la Argentina, bajó del avión caminando, tal como lo había prometido antes de irse. Sin embargo, recién en 2007 logró estabilizar su situación con las prótesis. “Mi cuerpo no las aceptaba porque la piel estaba muy quemada y yo seguía muy débil físicamente por haber estado tanto tiempo internado”, explica.

Lo primero que se ve al ingresar a la oficina de Carlos Rívolo, el fiscal de la causa de la tragedia de LAPA, son las réplicas de aviones en miniatura rozando el techo sobre el último estante de una biblioteca en la que pueden distinguirse manuales de la Organización de Aviación Civil Internacional. Sobre su escritorio hay varias fotos del Boeing 737. “Fue claramente uno de los casos más importantes que tuve. A medida que avanzaba, me daba cuenta de que atrás había más y más. Había 65 personas que se merecían una respuesta”, confiesa Rívolo, mientras toma mate en su despacho de Comodoro Py.

“Se desarrolló una investigación sistémica, se avanzó más allá de lo ocurrido aquel día en la cabina. Investigamos a la compañía. Y después de analizar la situación, nos preguntamos quién la controlaba”, señala. Fallas en los controles y una advertencia inquietante En el momento del siniestro, el control de las operaciones aéreas civiles estaba en manos de la Fuerza Aérea Argentina.

“LAPA era una depositaria de pilotos provenientes de las Fuerzas Armadas y también depositaria de los favores del Estado en términos de las inspecciones a los aviones y a los pilotos”, asegura el fiscal. Según consta en el expediente, a la mayoría de los pilotos de la compañía se les adeudaban vacaciones. Al comandante Weigel le debían 85 días de descanso, de acuerdo a lo recomendado por las normas internacionales. Un caso que cobró especial interés fue el de Hernán Feijoó, que quedó detenido el 29 de abril de 2008, acusado de falso testimonio al afirmar ante el Tribunal Oral Federal N°4 que la empresa no le adeudaba vacaciones, cuando en rigor le debían 120 días. Había pilotos que tenían pendientes 520 días de descanso, lo que implicaba haber estado casi seis años volando de manera continua.

“Había inspecciones que se realizaban cada tanto; pocas eran por sorpresa. No obstante, cuando se hacían, los inspectores miraban para otro lado”, concluye Rívolo. Tres meses antes del accidente, en LAPA habían sonado al menos 90 alarmas por distintas razones y los pilotos recibían presiones para subirse a aviones que eventualmente no estaban en condiciones de vuelo. “Es muy triste ver suceder un accidente en cámara lenta y que nadie haga nada”, lamenta el piloto Enrique Piñeyro, que había renunciado a la compañía tiempo antes de la catástrofe, con una carta dramáticamente visionaria. En ella advertía que si la aerolínea persistía en soslayar las obligaciones legales relativas a la seguridad operacional, era “cuestión de tiempo” que ocurriera una tragedia.

“Yo creo en la justicia divina, pero la sociedad necesita de la Justicia para corregir conductas”, reflexiona Marité. El proceso judicial contra Deutsch y Ronaldo Patricio Boyd, presidente y vice de LAPA, atravesó diversas etapas. Tras un fallo favorable, Casación ratificó la absolución con el voto en disidencia del camarista Gustavo Hornos, quien se mostró a favor de que fueran condenados como coautores del delito de estrago a la pena máxima prevista: 4 años de prisión. En 2014, la Corte Suprema de Justicia no hizo lugar al recurso de aclaratoria presentado por la Asociación Civil de Víctimas Aéreas. La causa se declaró “abstracta” y se dio por concluida la posibilidad de apelar.

De esa manera, se ratificó la absolución de Deutsch y Boyd, de la gerenta de Recursos Humanos, Nora Silvina Arzeno, y de los integrantes de la Fuerza Aérea Damián Peterson y Diego Lentino. En cambio, se dejaron firmes las únicas dos condenas, a Valerio Francisco Diehl, exgerente de operaciones de LAPA, y Gabriel María Borsani, exjefe de línea de Boeing 737-200, por estrago culposo, con una pena de tres años de prisión condicional. En 2014, Deutsch murió al estrellarse la avioneta que él mismo piloteaba en Nordelta, cuando intentaba llegar hasta Aeroparque.

La entrega de cuerpos equivocados Miguel Correa perdió a su papá en la tragedia de LAPA y es el presidente de la Asociación de Víctimas de Accidentes Aéreos Argentina, organización que nació después de aquella noche de espanto para crear espacios de apoyo y concientizar sobre la importancia de la seguridad aérea. En octubre de 1999, a Miguel lo llamaron del Juzgado Federal de Córdoba para solicitarle una extracción de sangre con el fin de identificar el cuerpo de su padre. Pero él ya lo había hecho a partir de placas dentales y lo había enterrado.

Tras la segunda identificación, se supo lo peor: se habían equivocado de cuerpo. En total fueron 13 familias las que atravesaron la misma situación. «Cuando preguntamos por qué había pasado eso, nos responsabilizaron a nosotros. Nos dijeron que en su momento los habíamos apurado para que nos entregaran los cuerpos.¡Pero no nos dieron equivocado un par de zapatos! ¡Era el cuerpo de mi papá!», expresa Correa, antes de bajar la vista y quedarse en silencio.

La familia Bosch tuvo que esperar más de 45 días a que los peritos del Cuerpo Médico Forense identificaran a las víctimas. Gregorio impulsó una larga batalla para recuperar el cuerpo de su hermano Nicolás. Se lo había prometido a sus padres, que ya habían perdido a otro hijo, que no logró sobrevivir a una enfermedad. “Viene Nicolás, viene Nicolás”, gritó su mamá cuando vio que estacionaba en la puerta de su casa una ambulancia. “¿Es realmente Nicolás? Decime si no me metieron piedras en el cajón, como hacían en la guerra”, le dijo desesperada a Gregorio.

“Mi psiquis ya estaba destruida; a mí me mataron. Muerto por muerto, que viva el rey, y el rey, en este caso, eran mis padres”, afirma Gregorio con lágrimas en los ojos. A los 29 años, Nicolás acababa de mudarse a Villa Allende, Córdoba. Iba en ese vuelo para trabajar los últimos dos días hábiles del mes en la sucursal de Buenos Aires de una empresa de fabricación de autos, a pesar de que desde la compañía le habían dicho que no hacía falta porque ya lo habían trasladado a Córdoba, donde iba a arrancar el 1 de septiembre. Gregorio tiene intacto el recuerdo de la pesadilla y logra reproducir escenas como la del día en que su padre le dijo: “Escuché el audio de la caja negra 30, 40 veces… ¿Viste cuando suena la alarma y el piloto le dice al otro ‘no sé qué pasa, viejo, pero está todo bien?’” Nunca pudieron explicarse esa frase.

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