Las aventuras y el accidente fatal de Jorge Newbery, el argentino pionero de la aviación y máximo ídolo de su época
Fue ingeniero, inventor, aviador y un brillante deportista. Fue alumno en la universidad del genial Thomas Alva Edison. Por su valentía y visión del futuro era ovacionado por las multitudes que lanzaban los sombreros al aire cada vez que cumplía una hazaña en sus globos aerostáticos y avionetas. Su muerte abrupta a los 38 años que ensombreció el Carnaval de 1914.
La memoria colectiva argentina ha demostrado ser selectiva cuando se trata de recordar a sus figuras emblemáticas. Si bien se profesa admiración por un puñado de deportistas, algunos comediantes del cine y la televisión, y un reducido grupo de políticos, destacando por encima de todos a Carlos Gardel, existe una omisión notable en este panteón de ídolos. Se trata de Jorge Alejandro Newbery, nacido en Buenos Aires el 27 de mayo de 1875, quien se erige como el primer y más destacado ídolo popular del país, a pesar de que su nombre a menudo no se menciona o es olvidado.
Jorge Alejandro Newbery fue un personaje polifacético cuyas habilidades y ocupaciones abarcaban un amplio espectro: desde ingeniero electricista y aviador, hasta funcionario, científico, boxeador, nadador, poseedor de récords, esgrimista, piloto de carreras, remero y atleta. Además, destacó por su caballerosidad en el más amplio y distinguido sentido de la palabra. Profundamente arraigado a su ciudad natal, Buenos Aires, eligió vivir en la tradicional calle Florida, demostrando su profundo amor por la capital. Era hijo de Ralph Newbery, un dentista estadounidense, quién seguramente le aportó valentía e intrepidez sajona. Dolores Malargie, su madre, era una distinguida dama criolla.
Con tan solo ocho años de edad, un niño entonces, Jorge emprendió un viaje en solitario a Estados Unidos, donde se encontró por primera vez con el recién inaugurado puente de Brooklyn en 1883. Este evento representó para él el símbolo de una nación destinada a convertirse en un imperio, con un total de 363 premios Nobel, una potencia cuya intervención resultó decisiva en el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, y como el principal centro de innovación y creación de inventos.
A pesar de su juventud, los ojos de Jorge Alejandro Newbery guardaron experiencias que más tarde traería de regreso al Río de la Plata. Tras obtener el título de bachiller en 1890 en el colegio escocés San Andrés en Olivos, Newbery regresó a Estados Unidos para continuar sus estudios en ingeniería en la Universidad de Cornell. A los 18 años, en el Drexel Institute de Filadelfia, tuvo el privilegio de ser alumno de Thomas Alva Edison, conocido como el Mago de Menlo Park. Edison, una figura icónica en el mundo de la ciencia, no solo alumbró su país con las primeras luces eléctricas y registró más de mil patentes a lo largo de su vida, incluyendo diez inventos que transformaron el mundo, sino que también tuvo humildes comienzos vendiendo periódicos en los trenes cuando era casi un niño.
¿Cómo Jorge Alejandro Newbery no iba a decidir regresar a su tierra natal en un momento tan crucial, cuando la pequeña aldea daba paso a la gran ciudad? Efectivamente, así lo hizo. Portando su título de ingeniero electricista, comenzó a trabajar a la temprana edad de 22 años, asumiendo una posición de liderazgo en la Compañía Luz y Tracción del Plata. Solo dos años más tarde, se unió a la Armada Argentina en calidad de ingeniero, pero no se limitó a esta función; también se desempeñó como profesor de natación en la Escuela Naval y fue designado como enviado especial a Londres para adquirir material eléctrico.
Al llegar el fin de siglo, en 1900, Jorge Newbery decidió dejar la Armada para asumir una nueva posición como director general de Instalaciones Eléctricas, Mecánicas y de Alumbrado del municipio de la ciudad de Buenos Aires, rol que desempeñaría por el resto de su vida. Sin embargo, su trayectoria aún tenía espacio para más logros. En 1904, se incorporó como profesor de Electrotecnia en la Escuela Industrial de la Nación, institución que más tarde sería conocida como la escuela Otto Krause.
Jorge Newbery regresó a Estados Unidos, esta vez como invitado al Primer Congreso Internacional de Electricidad celebrado en Saint Louis, destacándose por su contribución de un exhaustivo trabajo de ochenta páginas que aún se conserva en la Sociedad Científica Argentina. Su participación no se limitó a este evento; también asistió a congresos similares en Londres y Berlín. Sin embargo, su pasión e interés no se circunscribían únicamente al ámbito de la electricidad; su vida abarcaba mucho más. Se destacaba en múltiples disciplinas deportivas; nadaba como un pez y boxeaba siguiendo el noble arte y las reglas del marqués de Quensberry, tal y como reza el tango “Corrientes y Esmeralda”, donde se le menciona como el distinguido joven que se enfrentaba valientemente en las calles. En esgrima, nadie podía igualarlo en habilidad, ya fuera con sable o florete. Remaba con la fuerza y técnica de un campeón de Oxford o Cambridge. Además, se sumergió en el mundo del automovilismo, participando en las primeras carreras de autos que, desde 1901, llenaban de emoción el entonces tranquilo barrio de Belgrano.
En 1911, durante una importante competencia, Jorge Newbery tomó el volante de un Balsier especial que había importado de Europa, liderando la carrera, marcando el mejor tiempo y finalmente superando a su amigo y competidor Ignacio del Carril. Sin embargo, su curiosidad y ambición iban más allá de las proezas en tierra. Constantemente miraba el cielo, atento a las discusiones de la época sobre la posibilidad de vuelo para objetos más pesados que el aire, y estaba al tanto de los logros de aviadores latinoamericanos como el paraguayo Silvio Pettirossi, el peruano Jorge Chávez y el mexicano Alberto Braniff. Estos aviadores seguían el legado de los hermanos estadounidenses Wilbur y Orville Wright, quienes el 17 de diciembre de 1903, en Kitty Hawk, Carolina del Norte, lograron volar por primera vez en un biplano a motor, el Flyer One, durante 12 segundos y cubriendo una distancia de 40 metros, demostrando así que era posible volar en un artefacto más pesado que el aire.
Tras conocer al aeronauta brasileño Alberto Santos Dumont, Jorge Newbery decidió dedicarse de lleno a la aviación, dejando atrás sus otras pasiones para desafiar los límites del cielo. El 25 de diciembre de 1907, protagonizó una hazaña memorable al cruzar el Río de la Plata a bordo del globo aerostático Pampero, iniciando su viaje desde Palermo –ubicación actual del Campo Argentino de Polo– y culminando su travesía en Conchillas, Uruguay, acompañado por Aarón de Anchorena.
El retorno de Jorge Newbery después de su exitoso cruce del Río de la Plata en globo se encontró, por primera vez entre sus numerosas hazañas, con una multitud entusiasta que coreaba su nombre y lanzaba sus sombreros al aire en señal de celebración. Consolidándose como pionero en casi todo lo que emprendía, tras esta proeza, Newbery procedió a fundar el Aero Club Argentino en la quinta Villa Ombúes, propiedad de Ernesto Tornquist, ubicada en el barrio San Benito, cerca de las Barrancas de Belgrano.
La pasión de Jorge Newbery por la aviación trajo consigo un costo trágico: el 17 de octubre de 1908, su hermano Eduardo y el sargento primero Romero desaparecieron sin dejar rastro mientras volaban en el mismo globo aerostático, el Pampero. Lamentablemente, sus cuerpos nunca fueron encontrados.
A pesar del trágico incidente y los inherentes peligros asociados al vuelo en globos aerostáticos, nada detuvo a Jorge Newbery en su exploración aérea. Continuó volando en globos como El Patriota y el Huracán, nombrado en honor al club de fútbol. Con el Huracán, el 28 de diciembre de 1909, logró establecer un nuevo récord sudamericano al cubrir una distancia de 550 kilómetros en 13 horas, demostrando su indomable espíritu aventurero y su contribución al desarrollo de la aviación en Sudamérica.
Impulsado por una obsesión, Jorge Newbery realizó cuarenta vuelos en globo en tan solo tres años. Como tributo a su hermano fallecido, construyó el globo “Eduardo Newbery”, de 2.200 metros cúbicos de capacidad, convirtiéndose en el más grande que jamás haya surcado los cielos de la Argentina. Este acto no solo fue un homenaje personal, sino también un hito en la historia de la aviación del país.
En el año 1910, coincidiendo con el Centenario de la independencia de Argentina, el ingeniero no sólo se convierte en un símbolo de progreso, sino que también obtiene su brevet, o licencia de piloto de aviones. Su determinación y visión no cesaron hasta conseguir que el presidente Roque Sáenz Peña estableciera la Escuela Militar de Aviación, la primera de su tipo en América Latina, ubicada en Caseros. Jorge Newbery tuvo el honor de ser su primer presidente.
Las hazañas de Jorge Newbery no conocieron límites. Logró cruzar el Río de la Plata en un solo día, ida y vuelta, a bordo del monoplano Centenario, un Bleriot Gnome de 50 HP, marcando otro de sus logros aéreos. En ese punto, su popularidad era inmensa, superando incluso a los primeros íconos del fútbol. Cada uno de sus despegues y aterrizajes era celebrado por multitudes entusiastas. En una época en la que destacar era una hazaña, Jorge Newbery, el cajetilla, el dandy, el gran seductor conocido en los salones más lujosos y exclusivos clubes privados, se consagró con toda justicia como el primer ídolo popular del país.
El respeto y la admiración hacia su figura se intensificaron el 10 de febrero de 1914, cuando, piloteando un monoplano Morane-Saulnier, estableció un nuevo récord mundial al alcanzar una altitud de 6.225 metros. Este logro avivó el recuerdo de sus anteriores triunfos en la prensa, rememorando sus medallas como campeón de boxeo en 1899, 1902 y 1903, sus tres campeonatos sudamericanos de florete, y su victoria sobre Berger, el campeón francés de espada, consolidando aún más su estatus de figura emblemática y polifacética en el deporte y la aviación.
¿A qué más podría aspirar Jorge Newbery? ¿Qué otros desafíos quedaban por delante? Siendo el cielo el único límite para sus ambiciones, parecía que nada estaba fuera de su alcance. Sin embargo, el destino tenía reservada una cruel sorpresa. La muerte, siempre impredecible y acechante, estaba por poner un punto final al curso de su epopeya.
El 1ro. de marzo de 1914, Jorge Newbery despegó desde el campo de aviación de Los Tamarindos, en Mendoza (actualmente conocido como El Plumerillo), abordo de su Morane-Saulnier. Este vuelo fue parte de su entrenamiento para lo que sería otra de sus grandes proezas: el cruce de la Cordillera de los Andes. El aterrizaje se realizó sin ningún inconveniente.
Una distinguida dama de la localidad le solicitó a Jorge Newbery una demostración de vuelo. A pesar de que tuvo la oportunidad, y quizás la prudencia, de declinar, su naturaleza de caballero prevaleció. Decidiendo no someter a su propio avión a más esfuerzos, solicitó el aeroplano a su amigo Teodoro Fels, otro destacado aviador, quien accedió a prestarle su aeronave, no sin antes advertirle:
– Cuidado. Una de las alas tironea…
Newbery despegó, ejecutó una maniobra acrobática en el aire y, trágicamente, a las siete menos veinte de la tarde, el avión se precipitó al suelo como si fuera una piedra.
Jorge Newbery había muerto. Tenía solo 38 años.
Era la época de carnaval. En Buenos Aires, las carrozas desfilaban, el ambiente se llenaba de risas, papel picado y agua florida, mientras la gente anticipaba la elección de la reina. El manto de silencio y de lágrimas se extendió el martes 3, a las nueve menos cuarto de la mañana.
La revista Caras y Caretas reportó el suceso de la siguiente manera: “Los restos de Newbery arriban a la estación Palermo. Cunde el caos y la conmoción general. En medio de un océano de cabezas, un muchachuelo que audazmente se ha encaramado en un soporte aferrándose –sin perder su gorra– a una columna…, también desea ser testigo de esta aciaga jornada”.
Muchas personas asocian el nombre de Jorge Newbery exclusivamente con el aeroparque. Sin embargo, su legado va más allá: existen siete tangos compuestos en su honor, una película titulada “Más allá del sol”, un monumento en Villa Lugano, cuatro escuelas llevan su nombre, quince clubes, once calles, tres barrios, una plaza, y los premios anuales que otorga el gobierno de la ciudad de Buenos Aires a los mejores deportistas, denominados en su honor.
Aun así, parece insuficiente.
Jorge Newbery merece que un día una enorme tribuna repleta de gente coree su nombre, y que alguien proclame con emoción “¡hay gorro, bandera y vincha!”. Sería un acto de justicia merecida por su legado y contribución.