La tragedia de LAPA: el extraño caso del avión que nunca pudo despegar
28/08/2021 TN.com.ar – Nota
Julio Bazán
Se cumplen veintidós años del segundo peor siniestro de la historia de la aviación argentina. La Justicia responsabilizó a los pilotos muertos y dejó impunes a los directivos de la empresa y a los militares aeronáuticos
Los automovilistas que avanzaban esa noche por la avenida Costanera hacia el norte y debieron frenar por el semáforo en rojo frente a Punta Carrasco no daban crédito a lo que veían sus ojos. Como si estuvieran mirando una película de terror en un autocine, contemplaron con incredulidad y horror como un gigantesco avión Boeing 737 de 35 metros de largo, atravesaba envuelto en chispas de fuego la calzada arrastrándose sobre el fuselaje a más de 200 kilómetros por hora, arrollaba a tres rodados que no habían alcanzado a frenar a tiempo, arrasaba una planta reguladora de gas en la vereda opuesta y se estrellaba contra el talud que marcaba el límite de una cancha de golf, convirtiéndose en una bola de fuego mortal. Este martes se cumplen veintidós años de la catástrofe del avión de LAPA, que con 65 muertos (63 ocupantes del avión y dos automovilistas) y 34 heridos, fue la segunda en gravedad de la historia de la aviación argentina por número de víctimas. Y constituyó la primera en la que la máquina siniestrada no cayó del cielo, sino que en cambio no alcanzó a despegar del suelo. También se convirtió en símbolo ignominioso de la impunidad: la Justicia se tomó quince años para terminar culpando solamente a los dos pilotos muertos, sin castigar a los empresarios inescrupulosos que crearon las condiciones necesarias para la tragedia, ni a los funcionarios aeronáuticos que los consintieron faltando al deber de controlarlos. Nadie fue preso. Fue el 31 de agosto de 1999. A las 20,53 se iniciaron las maniobras de despegue del avión desde el aeroparque Jorge Newbery con destino a la ciudad de Córdoba, con 95 pasajeros y 5 tripulantes a bordo.
El comandante, Gustavo Weigel, y el copiloto, Luis Etcheverry, desoyeron la estridente alarma que durante 52 segundos les advirtió que no habían desplegado los flaps (complementos de las alas que aumentan la sustentación), indispensables para el decolaje. Aunque tenían 35 segundos para abortar la maniobra antes de lo irremediable siguieron acelerando, y cuando el avión alcanzó la «velocidad de decisión» o despegue ya fue imposible detenerlo. Cuando se terminó la pista, en su enloquecido trayecto el avión derribó la cerca perimetral de rejas del aeroparque. Las chispas originadas por el rozamiento del fuselaje con el asfalto hicieron entrar en combustión la nafta de los autos que atropelló al cruzar la avenida. En medio de la confusión, el terror y la desesperación, una auxiliar de a bordo pudo abrir la puerta trasera izquierda. Por allí escapó de la muerte un grupo de pasajeros. Una zona quebrada del fuselaje en el lado derecho les permitió salir a otros. Los golfistas nocturnos y el personal de la cancha y los automovilistas testigos fueron los primeros que arrancaron de las llamas a algunos sobrevivientes, hasta que arribaron los bomberos para combatir el fuego y las ambulancias para llevar los heridos a hospitales y clínicas. Me tocó llegar con el camarógrafo Jorge Soto cuando los bomberos combatían las llamas monstruosas que terminaban de consumir los restos retorcidos del avión, que aprisionaban a decenas de cuerpos carbonizados. Hasta entonces todas las informaciones hablaban erróneamente de «la caída» de una aeronave, me tuve que persuadir en el momento y en el lugar de que éste era un caso que no tenía precedentes. Había estado en catástrofes de aviación estremecedoras.
Presencié los restos destrozados del DC9 de Austral que cayó en junio de 1988 en un bosque aledaño al aeropuerto de Posadas, provocando la muerte de 22 personas. Y no olvido la imagen horrible de las dos azafatas sentadas, amarradas por el cinturón de seguridad a los asientos intactos, con sus trajes pulcramente planchados…y decapitadas. Y estuve en el campo de Fray Bentos, en Uruguay, donde el 10 de octubre de 1997 se estrelló otro DC9 de Austral con tal fuerza que quedó sepultado varios metros bajo tierra, desapareció convertido en tumba de sus 74 ocupantes, entre pasajeros y tripulantes. Pero en estas tragedias y en todas las que conocí, los aviones habían caído del aire. Mientras el camarógrafo tomaba imágenes del avión en llamas del que los bomberos ya comenzaban a retirar los cuerpos de las víctimas, empecé a tomar conciencia, pasmado de que la máquina destruida no había caído del cielo, sino que había llegado arrastrándose a su destrucción. Lo fui descubriendo de a poco, cuando advertí la reja perimetral destrozada y las marcas en el asfalto y en el pasto. El avión nunca había cobrado altura. El dolor de las pérdidas y de las heridas se avivó por la impunidad, que en la Argentina no es un accidente. Lo comprobaron los sobrevivientes mutilados y quemados y los deudos de los muertos, que protagonizaron durante una década y media una conmovedora, persistente lucha en procura de la reparación de la justicia, que finalmente resultó infructuosa. En una de esas evocaciones lo definió con elocuencia una familiar doliente, Rita Romanino: «Se culpó a supuestos pajaritos que habían entrado en las turbinas, a lo oneroso del impuesto docente que no dejó dinero para el mantenimiento, a los pilotos y también… a los designios de Dios. La tragedia no fue un accidente. Fue la consecuencia lógica que podía esperarse de un sistema perverso que prioriza la rentabilidad de las empresas de aviación a costa de las vidas humanas». Mientras reclamaban justicia los familiares y sobrevivientes padecieron frustraciones y vejaciones. A Miguel Correa, hijo de uno de los pasajeros fallecidos, le dieron un cadáver equivocado por el de su papá y lo enterró antes de que quedara en evidencia el error. Resultó el de un joven de 31 años, mientras que su progenitor tenía 46. Él denunció que la empresa no tenía lista de pasajeros. La negligencia de los pilotos es evidente e inexcusable. La grabación conservada en la «caja negra de voces» reveló que cuando comenzó a sonar la alarma de configuración para el despegue, el comandante preguntó: «¿qué mierda pasa?». A continuación se escucha al copiloto formular: «Take off thrust set, speed alive», y de inmediato el comandante exclama: «No sé qué es lo que es, viejo, pero está todo bien», y continua con el intento de despegue que no fue. Pero el audio, de 30 minutos de duración, reveló también el clima inapropiado en la cabina en los momentos previos a la tragedia, con Weigel y Etcheverry fumando y conversando de temas varios (algunos personales, conflictivos y otros banales) entre sí y con la comisario de a bordo, Verónica Tantos (también posteriormente fallecida) que estuvo con ellos durante el intento de despegue. Se escucha cuando Weigel le pide a Tantos que le convide «una sequita» del cigarrillo que ella fumaba, y cuando le dice al copiloto «yo te quiero en las buenas y en las malas, boludo, y no soy como vos». La lectura de la lista de control de procedimientos se mezclaba con la charla sobre temas personales. Era un ambiente entre tirante, procaz y festivo, diametralmente opuesto a la concentración y disciplina indispensables en ese espacio durante el despegue, que en la jerga aeronáutica se denomina «cabina estéril». Lo comprueba el siguiente diálogo:- Comandante Weigel: «Ché, ¿invitás a cenar a todos? ¿Qué haces como local?- Comisario Tantos: «Mirá, yo tengo que hablar con mi hermana, porque tenemos un asado»– Weigel: «Escucháme, tené un poco de orgullo… estamos yendo a tu patria, jugáte!». Para el piloto Enrique Piñeyro ese caos impropio era «el fiel reflejo del caos que había en la empresa y de la permisibilidad de la autoridad aeronáutica encarnada entonces en la Fuerza Aérea que permitió conductas delictivas». Piñeyro habla con la autoridad que le da haber denunciado fallas de seguridad y decenas de casos de falsas alarmas («había presión para que no les dieran bola, para que salieran igual») y advertido, en una carta dirigida a la empresa en 1996, que si ésta persistía en esas condiciones un accidente fatal iba a ser inevitable. Él trabajó en LAPA desde 1988 hasta 1999, y renunció dos meses antes de la catástrofe anunciada. La Fiscalía lo tuvo en el juicio como testigo principal. La causa tuvo sucesivamente tres jueces, Gustavo Literas, Claudio Bonadío y Sergio Torres. El 5 de julio de 2005 este último dio por concluida la instrucción y solicitó la elevación a juicio oral de los acusados. Los imputados fueron nueve, seis directivos de la empresa (Gustavo Deutsch, presidente, Ronald Boyd (director general), Fabián Chionetti y Valerio Diehl (gerentes de Operaciones, Gabriel Borsani, jefe de Línea B-737, y Nora Arzeno, jefa de personal), por el delito de estrago culposo, y tres integrantes de la Fuerza Aérea (Enrique Dutra, comandante de Regiones Aéreas; Damián Peterson, director de Habilitaciones Aeronáuticas, y Diego Lentino, director del Instituto Nacional de Medicina Aeronáutica y Espacial), por el delito de incumplimiento de los deberes de funcionario público. El 2 de febrero de 2010 se leyó el veredicto del Tribunal Oral número 4, integrado por los jueces Leopoldo Bruglia, María Cristina San Martino y Jorge Luciano Gorini, que absolvió a la mayoría de los acusados (empresarios y jefes aeronáuticos), desestimando las evidencias de negligencia de la empresa surgidas de la investigación y de centenares de testimonios. Para los jueces, el responsable de la tragedia fue exclusivamente Weigel. Y solo condenaron a tres años de prisión en suspenso (que no llegarían a cumplir) por el delito de estrago culposo agravado a Diehl y a Borsani, por haberlo promovido. El tribunal protegió a Deutsch al señalar que «no le correspondía dentro de sus funciones intervenir en la decisión del ascenso a comandante del piloto». Las esperanzas de justicia de los sobrevivientes y deudos fueron definitivamente sepultadas cuando el 11 de febrero de 2014 la Sala IV de la Cámara Federal de Casación anuló las únicas dos condenas por prescripción de la acción penal. El 29 de agosto de ese año, dos días antes de cumplirse quince años de la catástrofe, la Corte Suprema, en una resolución de una página, declaró «abstracto» el recurso de la Asociación Civil de Víctimas Aéreas para que revocara las absoluciones. Ni siquiera Dielh ni Borsani tuvieron que cumplir la pena. La impunidad fue total. La bronca y la amargura de los demandantes también. Aunque se salvó de ir a la cárcel, Deutsch no sobrevivió mucho tiempo. La tragedia de 1999 había sentenciado el final de su empresa, LAPA, que para entonces cubría el 30 por ciento del mercado local y competía con Aerolíneas Argentinas. La había hecho crecer resignando seguridad y calidad para ahorrar costos. El 14 de setiembre de 2014 a las 15,20, el avión de su propiedad en el que viajaba desde su estancia en Junín con destino a Aeroparque se desplomó sobre Nordelta. Perdió la vida al igual que su esposa, Graciela Villarruel. Tenía 78 años. Como un reproche moral, algunos supervivientes expusieron públicamente las secuelas a las que debieron sobreponerse para seguir adelante con sus vidas. A Benjamín Buteler, que quedó atrapado en la fila 1 antes de ser rescatado, le amputaron sucesivamente las dos piernas. Pero no se rindió y volvió a caminar. Marisa Beiró sufrió cincuenta cirugías, y María Esther Ereñú recibió quemaduras en el 64 por ciento del cuerpo. La tragedia y la falta de castigo a quienes la propiciaron me dejaron, como un gusto agrio en la boca, la convicción de que librada al capricho de la codicia empresaria y la falta de control del Estado, en el cielo como en la tierra la vida de los argentinos no vale nada.