La apasionada de la aviación que se convirtió en leyenda y desapareció sin dejar rastro
Amelia Earhart fue una aviadora pionera que, con sus hazañas, se erigió como heroína nacional; pero tuvo un último vuelo trágico del que nunca volvió y cuyos detalles aún hoy se desconocen.
No fue una bala la que en plena Primera Guerra Mundial marcó a Amelia para siempre, sino un bicho que le inoculó la pasión de su vida: la aviación. Desde que visitó un campo del Cuerpo Aéreo Real Británico, supo que su destino estaría ligado a un avión, el aparato que la llevó a la gloria pero que terminó por convertirse en su propia tumba, cuando, antes de cumplir 40 años, desapareció en el aire sin dejar rastro alguno.
Amelia Mary Earhart, que de ella se trata, nació el 24 de julio de 1897, en Atchison, en el estado estadounidense de Kansas. Pasó buena parte de su infancia con sus abuelos maternos, quienes le dieron todos los gustos, puesto que su abuelo era un prominente juez federal retirado, que decía que su yerno no podía ofrecer a su familia un estilo de vida holgado.
Ya desde su infancia, mostró su carácter. Se involucraba en actividades que en esa época eran atribuidas a los chicos: escalaba árboles, andaba en trineo y mataba ratas con un rifle. También tenía como pasatiempo reunir recortes de noticias donde mujeres famosas sobresalían en actividades tradicionalmente protagonizadas por hombres.
En 1905, a los ocho años, volvió a vivir con sus padres, que se habían mudado a Des Moines, Iowa, y a los 10 años vio por primera vez un aeroplano en una feria estatal. Su padre, que se había vuelto alcohólico y no daba pié con bola, empezó a mudarse con su familia de una ciudad a otra, para recalar finalmente en California.
Pero fue antes de su establecimiento en California, cuando Amelia se enamoró para siempre de los aviones. Durante la Primera Guerra Mundial, se enroló junto a su hermana como voluntaria en labores de enfermería en Toronto, Canada. Atendió a los pilotos heridos en combate y también aprovechó la ocasión para visitar, como se dijo, un campo del Cuerpo Aéreo Real Británico. Ahí ahí fue cuando, como ella misma dijo tiempo después, terminó “picada por el gusanillo de la aviación”.
En 1920, asistió a un espectáculo aéreo en Long Beach y consiguió que la llevaran a bordo de un biplano en el que voló durante diez minutos sobre Los Ángeles. “Tan pronto como despegamos sabía que tendría que volar de ahora en adelante”, comentó después.
Tomó clases para convertirse en piloto, se compró un biplano amarillo al que llamó “Canario” y ya en 1922 consiguió su primer récord de altitud al volar a 4267 metros de altura. Para 1923 obtuvo la licencia de piloto de la Federación Aeronáutica Internacional y empezó a acumular un récord tras otro.
Pero fue en abril de 1928 cuando recibió una llamada que le cambiaría la vida: el capitán H.H. Railey le preguntó si quería ser la primera mujer en cruzar el océano Atlántico en un avión. Así fue cómo, acompañada por el piloto Wilmer Stultz y al mecánico Louis Gordon, partió de Canadá y llegó a Gales el 18 de junio de 1928, a bordo de un avión llamado “Amistad”. A partir de ese momento, se la empezó a llamar Lady Lindy, por su parecido Con Charles Lindbergh, el primer hombre en cruzar el Atlántico, en 1926.
Cuatro años después quiso hacer el cruce del Atlántico sola, y aceleró los preparativos porque veía que otras mujeres estaban a punto de intentarlo. Así que el 20 de mayo de 1932 emprendió el viaje y llegó a Irlanda. Se convirtió de este modo en la primera mujer en hacer un vuelo solitario en el Atlántico, en volar la distancia más larga sin parar y en hacerlo en el menor tiempo. Además, fue la primera persona en hacer ese cruce dos veces.
Los reconocimientos se acumularon. Hizo un tour por Europa; en Nueva York hizo un recorrido bajo una lluvia de papelitos, el presidente Herbert Hoover la condecoró con la medalla dorada especial de la National Geographic, recibió las llaves de varias ciudades y fue votada la mujer más destacada el año. Estaba en su mejor momento. Pero… se enfrascó en un proyecto que la llevaría a la perdición.
Se obsesionó con la idea de hacer un vuelo alrededor del mundo. Y lo inició. Pero el viernes 2 de mayo de 1937, el día que debía partir de una de sus escalas en Papúa Nueva Guinea, Amelia amaneció cansada y enferma. Pese a que estaba nuboso y con lluvias intermitentes, partió igual. Nunca más se supo nada de ella. Fue como si se la hubiese tragado el cielo.
En marzo de 2018 se anunció que unos huesos encontrados en una isla del Pacífico eran los de Amelia. Richard Jantz, profesor emérito de antropología y director emérito del Centro de Antropología Forense de la Universidad de Tennessee, reexaminó siete mediciones óseas realizadas en 1940 por el médico D. W. Hoodless y, a diferencia de éste, concluyó que pertenecían a una mujer.
Según esta última teoría, 80 años de especulaciones habrían llegado a su fin, luego de decenas de búsquedas, afirmaciones y leyendas sobre lo que realmente le sucedió a la pionera de la aviación, que un siglo antes fue picada por el bicho de una pasión que la acompañó hasta el final. Sin embargo, todavía nadie puede tener una certeza sobre lo que realmente ocurrió.
Un artículo de National Geographic señala que desde hace décadas, la compañía Nauticos, dedicada a la exploración del océano, ha peinado la zona donde se supone que cayó Amelia con tecnología de sonar de aguas profundas, sin hallar rastros del avión. “Aún así, tanto sus responsables como el Departamento de Aeronáutica del Museo Nacional del Aire y el Espacio de Estados Unidos están convencidos de que el aparato se encuentra a unos 5500 metros de profundidad en las proximidades de Howland, pero más de 80 años después, la desaparición de la aviadora más grande de todos los tiempos sigue rodeada de misterio”, concluyó este medio.