Dos décadas después, sobreviven al dolor de la peor catástrofe aérea en el país

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25/08/2019 00:38 – LaVoz.com.ar (Córdoba) (Tier 1) – Web –  

H Brondo y C Gleser

Oscar Nóbile dice que agosto no sólo es el mes de los vientos sino también el del reencuentro con los fantasmas.
Pese al tiempo transcurrido desde aquella calamidad que cambió el sentido de su vida para siempre, de manera brutal, aún no logra eludir los recuerdos espectrales que la memoria le arroja como pedradas durante este trecho del calendario.
Para mí el año no empieza el 1° de enero sino el 1° de septiembre, sorprende con la confidencia, en un tono de voz brumoso, mientras su mirada oblicua y húmeda se detiene por un instante en un punto impreciso del suelo.
No hace falta que explique nada para intuir por qué marca esa fecha en el almanaque como punto de partida de su travesía anual.
Él es uno de los 95 pasajeros que estaban arriba del Boeing 737-204C de la empresa Lapa que el 31 de agosto de 1999 protagonizó una de las tragedias más luctuosas en la historia de la aviación comercial argentina.
En la nave se encontraban, además, cinco tripulantes, entre ellos el piloto Gustavo Weingel y su compañero en el mando Luis Etcheverry.
La catástrofe tuvo lugar en la estación Jorge Newbery, de la ciudad de Buenos Aires; segó la vida de 65 personas y provocó heridas de suma gravedad a 17 de los 34 sobrevivientes.

El último en embarcar
Casi quedo varado en Aeroparque porque llegué sobre la hora del embarque. Me retaron en el mostrador y me parece que fui uno de los últimos en abordar, comienza el relato de aquella experiencia dramática el ingeniero civil, graduado en la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).
El vuelo era el 3.142, con destino a la ciudad de Córdoba.
Todo parecía normal. El comandante, con una cadencia tranquila, nos informó que las condiciones para volar eran óptimas, que el cielo estaba despejado y estimó en una hora y 10 minutos la duración del viaje, aproximadamente, recuerda Nóbile.
El avión empezó el carreteo desde la cabecera norte. A mitad de la pista, más o menos a la altura de la torre de control, tuve la sensación de que empezaba a levantarse, pero bajó de pronto. Pensé que frenaría, pero no; primero se escuchó como una frenada que dio paso a un chillido, a una vibración muy fuerte, alcanza a relatar de un solo tirón de voz.
Hace una pausa, se muerde apenas el labio inferior, traga saliva y continúa.
Acá sonamos, me dije para adentro. Me puse en posición de impacto y esperé lo peor. Sólo atiné a rezar, a pensar en mi familia, en mis hijas, en mi mujer, en mi mamá, encadena la secuencia de angustia.

La emoción le hace un nudo en la garganta.
Asiento 13
Oscar estaba sentado en el asiento 13 B, en el medio de una de las filas de tres butacas, a la altura de las alas.
Desde esa posición vio cómo el coloso de metal continuó su carrera enloquecedora y descontrolada, que le pareció eterna.
El avión arremetió contra el instrumental de control al final de la pista, arrancó el cerco perimetral de la terminal aérea, atravesó la avenida costanera, pegó con la trompa en un montículo de arena, se desvió ligeramente. Ya envuelto en llamas, terminó impactando contra máquinas viales de una empresa constructora.
Instantes después, todo se transformó en una hoguera gigante.
La puerta de emergencia se había deformado y pude saltar por un hueco que se abrió en ese punto. Instintivamente, me tapé la cara con las manos, por eso se me quemaron por completo. Caí con todo el peso del cuerpo, me paré y empecé a correr con desesperación porque pensé que el avión podía estallar en cualquier momento y quería ponerme a salvo de la explosión, comenta, mientras menea levemente la cabeza de un lado a otro.
Recuerda que el parrillero de Punta Carrasco fue el primero en socorrerlo.
Él me ayudó y cuando vio que me había calmado un poco me acercó un teléfono para que pudiera avisarle a mi familia que estaba vivo, trae a la memoria y estremece.
Profesionales del Sistema de Atención Médica de Emergencias (Same) lo atendieron en el lugar del siniestro y lo trasladaron en ambulancia al Hospital Fernández.
En ese establecimiento público del barrio de Palermo lo sacaron del cuadro agudo, lo estabilizaron y lo derivaron a una clínica especializada en quemados ubicada en Núñez, donde lo ingresaron a terapia intensiva.
Asegura que el acompañamiento terapéutico y el de la familia fueron fundamentales para sobreponerse a la tragedia, superar la prolongada y dolorosa rehabilitación y reencauzar su vida.
Hoy trabaja como consultor ambiental y agradece al cielo en cada despertar por permitirle ver crecer a sus tres hijas, compartir sueños con su esposa y disfrutar todo el tiempo de los afectos.
Los mismos en los que pensó y encomendó a Dios aquella noche nefasta que cambió para siempre el rumbo de su existencia y transformó agosto no sólo en el mes de los vientos sino también en el del reencuentro con los fantasmas.
El juicio que no trajo nada de alivio
Para la Justicia argentina, la tragedia de Lapa fue un estrago culposo. Sólo fueron condenados a tres años de prisión condicional dos exmiembros de bajo rango de la compañía aérea.
En 2014, luego de un largo, extenuante y doloroso derrotero judicial, la Corte Suprema de Justicia (CSJ) resolvió que la causa prescribió. En consecuencia, no se podía seguir apelando y reclamando condenas por la catástrofe.
La Justicia nos defraudó a todos. Estamos todos desahuciados porque pensamos que el juicio sentaría las bases de un nuevo Código Aeronáutico, que los jueces establecerían nuevos requerimientos en materia de seguridad aérea y de mantenimiento de los aviones, pero nada de eso sucedió, lamenta Nóbile.
Por todo este derrotero judicial, para Nóbile no deja de ser una paradoja cómo murió uno de los que ellos sindicaron como responsable del desastre.
Se refiere al final de Gustavo Deutsch, quien era dueño de Lapa en el momento del siniestro. El 14 de septiembre de 2014, el empresario murió al estrellarse la avioneta que piloteaba en el country Nordelta.
«Ya no tengo odio por Lapa, ya siento perdón»
De pronto, todo comenzó a dar vueltas. Las luces iban de un lado a otro. Todo era confusión, estruendos, gritos. En un instante, sobrevino el silencio y esa vieja sensación de paz. El cinturón de seguridad seguía prendido y se le dificultaba soltarlo. Probó y probó hasta que, finalmente, logró el escape hacia el campo.
Corría 2014 y Marisa Andrea Beiró (47) lograba otra vez esquivar a la muerte. El auto en el que viajaba junto con una amiga que también se salvó acababa de dar tumbos cerca de Chilecito, La Rioja.
La anterior vez que se vio directo con la muerte, cara a cara, había ocurrido 15 años antes en la tragedia del avión de Lapa, en Aeroparque.
Marisa es una de las 34 sobrevivientes de aquel desastre que se cobró 65 vidas. Ella fue una de las contadas sobrevivientes entre quienes iban en las primeras 14 filas del Boeing 737.
Pasaron 20 años. Marisa se siente una afortunada de la vida. Siento que soy un gato que va perdiendo vidas, dice sonriendo y se queda en silencio.
Ya no tengo odio. 20 años atrás tenía un odio, una bronca terrible, contra todos. No perdonaba a nadie. La pérdida de mis amigas, el juicio tan doloroso y que terminó con impunidad… Pero el tiempo va pasando, se sanan las heridas. Hoy, he perdonado mucho, afirma, mientras se acaricia esas manos que aún tienen trazos de aquel espanto.
Marisa vio a la muerte de cerca, entre lenguas de fuego y oscuridad. Durante más de un año estuvo internada entre Buenos Aires y Córdoba. Soportó más de 50 operaciones y otro medio centenar de intervenciones médicas.
Con cinco hijos, nueva pareja y nuevo trabajo, Marisa siente que salió adelante. Afirma, como tantos otros, que hubo dos tragedias de Lapa: una, el accidente en sí; otra, el eterno proceso judicial que dejó sensación de impunidad.
Ticket hacia la muerte
49 pesos fue el costo de aquel ticket del vuelo 3.142. Era una verdadera oferta frente a los 75 pesos que cobraba Austral.
Marisa había ido a Buenos Aires junto a ocho amigas para un curso de perfeccionamiento que iba a permitirles trabajar en una cadena de cosméticos. Habían aprobado y volvían felices a Córdoba, aquel 31 de agosto de 1999. Por eso se quedaron merendando en el bar de Aeroparque. Por poco, no pierden el vuelo.
De hecho, fueron casi las últimas en subir al Boeing. No bien se sentó en su butaca A3, al lado de la ventanilla, Marisa tuvo un escalofrío: recordó aquella azafata que había muerto en Córdoba, años antes, cuando se abrió la puerta del avión en las Altas Cumbres. Ni siquiera sabía que se llamaba Lilian Almada. Años después, los reclamos de justicia por Lapa la iban a poner al lado de la madre de Lilian, Mirta Murúa.
Cuando el avión quedó cerrado, el piloto Gustavo Weigel informó por parlantes que había demoras para despegar. Afuera llovía. Adentro, impaciencia.
El avión empieza a acelerar y, cuando está por despegar, empieza a vibrar. Se siente un temblequeo, como si se destartalara, y luego un estruendo. Gritos. Las cosas caían sobre nosotros. Desastre. Miro a mis compañeras y se sujetaban a los asientos de adelante. De pronto, silencio, una extraña paz. Y ahí empezó el fuego, recuerda Marisa. Las imágenes y sensaciones quedaron grabadas. Ese calor intenso. Ese humo que ahogaba. La muerte, cerca.
Marisa se puso en posición fetal y quedó atrapada. A su lado, sus amigas, como tantos otros pasajeros, ya estaban muertos. Sentí que me moría, no podía respirar. De pronto, sentí paz, era mi último aliento, pensé en mis hijos, cuenta y sus ojos se humedecen.
Fue entonces que oyó: Salí. El cinturón se soltó.
La siguiente escena la tiene caminando por el campo de golf, envuelta en llamas. La ropa y las botas derretidas sobre su piel. Un hombre la apagaba como podía.
Marisa quedó con el 65 por ciento del cuerpo lacerado por el fuego. Sufrió la amputación de dos dedos del pie. Quedó con secuelas de movilidad en un brazo. Se cansa al caminar o estar parada.
En papel film
¿Sabés rezar? Bueno, rezá mucho, le dijo el conductor de la ambulancia mientras se abría paso al hospital. Marisa gritaba por su mamá. Repetía de memoria el número telefónico de Córdoba.
Ya en el centro de salud, los médicos hacían fila para verla. No podían creer que estuviera viva.
Estuvo nueve meses internada, envuelta en papel film, colgando sobre una cama. Lo que más sufrió fue no poder ver ni estar con su familia. No podía ver noticias. No sabía que sus amigas habían muerto.
La recuperación fue un suplicio. Se sentía dentro de una pesadilla. Varias veces, pensó en largar todo. Se sentía cansada de los dolores, el calor, el frío, no tener piel, las operaciones.
Finalmente, sacó fuerzas. Eran sus deseos de volver a estar con sus hijos. Los médicos se portaron fantástico. Y me salvaron. Les estoy eternamente agradecida.
Marisa siempre miraba una ventana en su pieza. Creía que nunca la iba a alcanzar. Un día, la dejaron. Vio los árboles, el cielo, el sol. Lloró mucho.
Antes de enviarla a Córdoba, médicos y psicólogos le dieron un espejo. Temían que sufriera un shock al verse. Lloré de felicidad, porque estaba viva.
Tuve que aprender todo de nuevo: caminar, comer, escribir, hacer cosas básicas. Fue un renacer.
Recordar para no olvidar y, también, para aprender
El siniestro del Boeing 737 que no logró despegar de Aeroparque para volar hacia la ciudad de Córdoba aquel 31 de agosto de 1999 y que tras tomar fuego se devoró 65 vidas, significa hasta hoy la peor catástrofe de la aviación argentina dentro del país.
El desastre aéreo repercutió en toda la Argentina. Pero fue en Córdoba donde impactó como en ninguna otra provincia, ya que la mayor parte del pasaje era cordobesa.
A 20 años de esta tragedia, cuya investigación judicial terminó casi en la nada, con múltiples absoluciones y pocas condenas menores, la herida social continúa abierta.
Desde hoy y durante toda la semana, La Voz presentará a diario en sus distintas plataformas diferentes informes sobre la tragedia aérea de Lapa.
Textos, fotos, videos e informes interactivos. Sobrevivientes, familiares de las víctimas fatales, especialistas en seguridad aérea y quienes participaron del juicio brindaron sus testimonios para renovar el recuerdo y el reclamo de Justicia por la tragedia del vuelo 3.142.
Para no olvidar y, también, para apostar para que nunca más vuelva a ocurrir.
A 20 años de Lapa

 

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