Cuando Alfonsín quiso reformar los sindicatos

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Llevaba siete días de Gobierno cuando decidió presentar un proyecto de ley de normalización de los sindicatos y sufrió su primera derrota política.
El 17 de diciembre de 1983 el ministro de Trabajo, Antonio Mucci, presentó el proyecto de Ley de Reordenamiento Sindical que sería enviado al Congreso de la Nación para su tratamiento. El gobierno de Raúl Alfonsín, que llevaba apenas una semana de gobierno, definía así cuál sería su relación con el movimiento obrero organizado.
El proyecto presentado por Mucci, un dirigente sindical de Artes Gráficas nombrado por Alfonsín al frente del ministerio, buscaba un reordenamiento de la vida interna de los sindicatos que habían estado intervenidos durante la dictadura. Se trataba de un nuevo régimen electoral para los sindicatos, a manera de excepción, para permitir un primer reordenamiento gremial después de la intervención de la dictadura militar que tuvo lugar entre 1976 y 1983. El proyecto establecía, entre otras cosas, que si una lista opositora conseguía el 25% en las elecciones internas debía ser parte de la conducción, respetando el modelo de sindicato único por actividad.
Inconsulto con las conducciones gremiales del momento, la iniciativa resultó en una ruptura inmediata de las relaciones entre el sindicalismo y el naciente primer Gobierno de la democracia, que buscó (y encontró) un rival con quien confrontar. Alfonsín iba a invertir parte del capital político que había obtenido unos meses atrás en dos objetivos que corrían en paralelo: subordinar a los militares a través del impulso a los juicios por los crímenes cometidos durante la dictadura y a los sindicatos mediante la intervención del Estado en la organización de su vida interna. Si bien dos disputas por separado, la cuestión se cruzaba. La célebre denuncia del pacto sindical militar no deja dudas. Durante la campaña electoral de 1983, el propio Alfonsín había difundido que un sector de las Fuerzas Armadas buscaba un acuerdo con sectores del sindicalismo peronista, comandados por Lorenzo Miguel, para que no se revisaran los crímenes cometidos durante la dictadura, un episodio que pueden encontrar muy bien relatado en el libro 1983, la primera derrota del peronismo, de Juan Manuel Romero.
Puede dividirse el vínculo de la dictadura con el sindicalismo argentino en períodos, de acuerdo a la lectura que hace Mónica Gordillo en un texto que usaremos (La reconstrucción democrática en el plano laboral, que se lee aquí). La primera etapa, que comienza con el golpe del 24 de marzo de 1976, la intervención de la mayoría de los sindicatos y la destitución de sus autoridades legítimamente elegidas. Apenas un grupo reducido de sindicatos pudo continuar con sus dirigentes legítimos y parte de esa organización fue la que conformó el Grupo de los 25, el germen de la CGT Brasil. Luego de esta primera etapa, caracterizada por niveles más duros y profundos de represión, la dictadura comenzó un intento de reordenamiento de la actividad gremial a través del decreto-ley (de facto, por supuesto) de Asociaciones Profesionales de 1979. La iniciativa le quitaba el control de las obras sociales a los sindicatos y prohibía la existencia de una entidad de tercer grado como, por ejemplo, la CGT. La organización sindical argentina se dividió en la CGT Azopardo, conducida por Jorge Triaca, del gremio de los plásticos, más dialoguista con la dictadura; y la CGT Brasil, con el secretario general del gremio de los cerveceros, Saúl Ubaldini, al frente.
Luego, a partir de 1981, cierta apertura permitió hacer crecer el reclamo por una salida democrática, las reivindicaciones salariales y la devolución de los sindicatos a sus legítimas autoridades, cuyo punto cúlmine es el paro general y movilización del 30 de marzo de 1982, bajo la consigna Paz, pan y trabajo. Pese a seguir sin reconocimiento oficial, gran parte de los gremios comenzaron a revivir su actividad interna, incluso con elecciones de delegados en comisiones internas.
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El proceso de apertura democrática en el país trajo consigo nuevos intentos de organización sindical que traía, entre sus reivindicaciones, la reincorporación de los trabajadores despedidos por razones políticas, la democratización sindical, la libertad de los presos políticos y la aparición con vida de los detenidos-desaparecidos. Es decir, la idea de normalización sindical no pertenecía sólo al naciente Gobierno radical. Era una demanda reivindicada por distintas agrupaciones nacionales de extracción política diversa.
Había allí un aliado posible que el gobierno de Alfonsín, en su premura por obtener una victoria material y simbólica al inicio de su Gobierno, dejó pasar. “El presidente sobreestimó el peso ganado en las urnas, enviando el proyecto sin haber sido antes puesto a discusión con los diferentes sectores sindicales, menospreciando la capacidad de acción de los mismos”, escribe Gordillo.
El principal punto de desacuerdo estaba en el modo de elección de las autoridades gremiales, que el Gobierno buscaba reformar. Las organizaciones sindicales demandaban que debían respetarse los mecanismos establecidos por los estatutos de cada sindicato, que habían sido aprobados por el Estado y que se ajustaban a lo establecido por la Ley de Asociaciones Profesionales de 1973, previa a la dictadura. El Gobierno, a través de su proyecto, modificaba muchos aspectos de estos estatutos; entre ellos, la eliminación de exigencias de antigüedad gremial o número de avales para la presentación de listas internas.
Pero la denominada Ley Mucci iba incluso mucho más a fondo que un simple cambio reglamentario en materia electoral. Establecía que los sindicatos tendrían prohibida la adhesión a un partido político, lo que había sido habilitado como derecho en 1973. Reducía la duración de los mandatos al frente de los gremios. Proponía la figura de una suerte de veedor del Ministerio de Trabajo que tendría a su cargo todo el proceso electoral, en reemplazo de las propias autoridades gremiales que históricamente resolvieron sus elecciones internas. Y establecía una propuesta de normalización dentro del marco de la Ley de Asociaciones Profesionales de la dictadura, que no era derogada sino modificada. Así, el objetivo de la democratización sindical, que podría haber conseguido acuerdos incluso dentro del campo gremial, creó su propia resistencia.
El anuncio del proyecto produjo un primer resultado: la CGT Brasil y la CGT Azopardo unificaron su posición. Dejaron las diferencias sobre el pasado reciente para acordar un proyecto de régimen de normalización sindical alternativo al del Gobierno y lo presentaron en conjunto el 4 de enero de 1984. Allí se establecía la derogación del régimen creado por la dictadura militar, el restablecimiento de la ley de 1973, la convocatoria a elecciones generales en todas las organizaciones de acuerdo a sus propios estatutos y el voto directo de los afiliados con la fiscalización por parte de la Justicia del Trabajo. El proyecto actuó como el celestino para que, apenas seis días después, la CGT anunciara su reunificación bajo una conducción transitoria integrada por cuatro secretarios: dos de Brasil, dos de Azopardo. La central obrera unificada coordinó y encabezó el plan de resistencia contra el proyecto de Alfonsín.
La Ley Mucci entró por la Cámara de Diputados y llegó a la sesión el 10 de febrero. Fuera del Congreso debutaba una movilización de la nueva CGT unificada. El país no hablaba de otra cosa. El radicalismo expuso sus argumentos en la sesión asegurando que se trataba de un proyecto de reforma excepcional que tendría vigencia por única vez, para conseguir el reordenamiento sindical. Prometía que luego se iría por el fondo de la cuestión, que consistía en derogar la ley de Asociaciones Profesionales de la dictadura y sancionar una nueva. Recién entonces los sindicatos podrían elegir sus autoridades de acuerdo a sus estatutos y regímenes particulares.
El peronismo impulsaba su propio dictamen de minoría, que replicaba el proyecto acordado con la CGT unificada. El diputado Rodolfo Ponce, de la bancada peronista y con extracción gremial, fue el encargado de esbozar el argumento opositor y fundamentalmente de defender el rol del movimiento obrero organizado durante la dictadura militar. “No hay burocracia sindical –decía en su discurso– no hay dictadura gremial; hay libertad porque vivimos en democracia y el 30 de octubre terminó la burocracia militar gracias a las luchas de la democracia sindical”. Era más que un debate sobre el proyecto en sí. El justicialismo, agregó, estaba de acuerdo con la normalización sindical. Pero esa normalización debía comenzar por derogar la ley de la dictadura que intervino a los gremios para permitirlo.
El sindicalismo se iba a encontrar con aliados impensados. Durante su intervención, el diputado Álvaro Alsogaray, de la UCéDé, dijo que estaba más de acuerdo con el dictamen del peronismo que con el del radicalismo. Los sindicatos, dijo, “deben organizarse no como el Gobierno quiera, sino como quieran los trabajadores”. La tribuna, mayormente compuesta por sectores sindicales y muy activa durante el debate, llenó de aplausos y ovaciones esa afirmación. Alsogaray respondió: “Ni en mis sueños ni fantasías hubiera esperado un aplauso así”, provocando risas generalizadas. Luego dijo, sin embargo, que los sindicatos tampoco podían pedir “privilegios al Estado”, como la garantía de un sindicato por rama. El amorío duró poco.
La sesión, en cambio, duró más. Cada momento que pasaba el debate era menos sobre el proyecto en cuestión y más sobre el fondo del tema. Cerca de las siete de la tarde, mientras hablaba el diputado Lorenzo Pepe, ingresaron al recinto el excandidato a gobernador por el peronismo en 1983, Herminio Iglesias, junto a uno de los líderes de la CGT unificada, Saúl Ubaldini. Lorenzo Pepe, uno de los señalados por Alfonsín como parte del “pacto sindical-militar”, estaba haciendo referencia a la cuestión de fondo. “Deseo aceptar con honestidad un desafío que los hombres del radicalismo han manifestado sotto voce y que considero legítimo”, dijo. El desafío, dirá luego, era la expectativa del radicalismo “por quedarse con una parte de la clase obrera argentina”. Un desafío que el propio Lorenzo Pepe definía como “absolutamente válido: nos han dicho que van a discutir el peronismo palmo a palmo en las calles, las fábricas y las universidades. Lo considero legítimo porque constituiría un acto de sinceramiento ante el país. ¡Pero que no nos digan que la intención es democratizar al movimiento sindical! (Aplausos). Dígannos que vamos a confrontar ideologías para que el país en su conjunto determine su resultado. Dentro de veinticuatro meses el pueblo será convocado nuevamente y ahí podremos ver si los obreros de Avellaneda vuelven a repetir el voto radical (aplausos)”.
Pero el ingreso de Iglesias y Ubaldini había desatado “una polvareda intolerable”, describió el diario Clarín. En las galerías de la Cámara de Diputados inició un desborde que el presidente, el radical Juan Carlos Pugliese, no pudo controlar. Lo que se terminó desalojando fue el propio recinto. La sesión pasó a un cuarto intermedio y recién al día siguiente, la Cámara con mayoría radical le dio media sanción al proyecto. Quedaba el Senado, donde la situación iba a ser mucho más compleja para el radicalismo. Tanto así, que el proyecto caería en esa cámara. Fue el 14 de marzo y tuvo un protagonista destacado: el Movimiento Popular Neuquino.
El senador Elías Sapag, representante de ese espacio, dijo que se habían mantenido conversaciones, que habían intentado acercar posiciones entre ambos sectores –radicales y peronistas– para contar esa noche con una ley aprobada. Que era necesaria la normalización sindical pero que debía hacerse con cuidado para evitar que suponga una intervención estatal más allá de lo necesario. Y que no se había llegado a un entendimiento. Aunque el radicalismo había aceptado algunas modificaciones, no se había conseguido unificar un solo dictamen. El espíritu de ambos proyectos parecía irreductible. Eso ponía a bloques minoritarios, como el del MPN, en una posición decisiva. El propio Sapag lo sabía: pocos días antes, en el mismo recinto, había sido el protagonista de otro hecho destacado, cuando impulsó una modificación clave del Código de Justicia Militar, que abrió la puerta jurídica a la sanción de los responsables de los crímenes de la dictadura militar, a iniciativa del gobierno de Alfonsín.
Pero eso, dijo Sapag en su discurso, no significaba que iban a “convalidar, porque sí, todas las iniciativas que el Gobierno encare. Tal actitud importaría claudicar en el ejercicio del inalienable derecho a discrepar de los individuos y partidos políticos independientes. No hemos resignado nuestras opiniones ni nuestra independencia”. Puestos a decidir entre los dos dictámenes, finalizó, y luego de agotar todas las instancias de conciliación, el bloque del Movimiento Popular Neuquino consideraría que “la normalización no puede asentarse sobre la base de la desconfianza hacia sus actuales cuadros dirigentes, de los cuales no recela”. Votarían contra el proyecto oficialista y así la suerte quedó echada. El proyecto fue rechazado ese mismo día por 24 votos contra 22.
Pocas semanas después, a fines de abril, Antonio Mucci presentó su renuncia y fue reemplazado por Juan Manuel Casella. A menos de cien días del comienzo de su mandato, el gobierno de Alfonsín sufría una primera derrota política a manos de la oposición en el Congreso. El conflicto signó el tono de la relación que el sindicalismo y el primer Gobierno de la democracia iban a tener. Alfonsín, sostiene Gordillo en el texto que usamos, había sobreestimado la autoridad que había ganado en las urnas.