27/11/2008 03:45
La Nación - Nota - Opinión
- Pág.23
Qué significa estatizar en la Argentina
Una nación sin Estado
En el lapso de pocas semanas, el Congreso
ha dado curso a dos iniciativas del Poder
Ejecutivo que aumentan generosamente las
responsabilidades del Estado nacional: la
estatización de Aerolíneas
Argentinas y Austral y la estatización
de las jubilaciones privadas. Millones de
argentinos clientes de los aviones de cabotaje
y nueve millones más que estaban
inscriptos en las jubilaciones privadas
pasan ahora a ser dependientes de las calidades
de nuestro Estado como administrador.
Más allá o más acá
de las razones de fondo que han originado
ambas iniciativas, en los dos casos apareció
con fuerza argumental que el Estado está
en condiciones de ofrecer a sus nuevos abonados
mejor protección o mejor servicio
que el que recibían hasta ahora.
Cierto es que las AFJP han sido un negocio
leonino en contra de sus afiliados generando
grandes beneficios para sus gerenciadores.
También es verdad que hace ya muchos,
muchísimos años -tanto por
lo menos como va durando el gobierno bicéfalo
de los Kirchner-, viajar en los aviones
de la compañía de bandera
era una odisea, un suplicio o una minusvalía.
Lo que se suele olvidar es que ambos servicios,
el de transporte y el de jubilación,
estaban sometidos a la supervisión
de ese mismo Estado que ahora se pinta como
socorrista idóneo.
Nuestras estatizaciones, además,
aparecen bendecidas por lo que se supone
una corriente de cambio en el paradigma
del poder económico en Occidente,
pues la crisis financiera mundial está
obligando a muchos gobiernos a tomar un
control mucho más cercano y hasta
una injerencia directa en negocios privados
que no les eran propios. El Estado norteamericano,
el Estado francés, el Estado inglés
y el Estado alemán -y varios otros-
están avanzando a cumplir tareas
nuevas en el seno de los mercados. ¿Esta
aparente analogía es válida?
¿Estamos los argentinos entrando,
armoniosamente, en una tendencia mundial?
Todos esos grandes países tienen
Estados con problemas que son tema de continuo
debate en la sociedad y en la clase política.
Pero también son Estados perfeccionados
a lo largo del tiempo y que lucen virtudes
atractivas. Conozco más el francés
y en él se puede disfrutar de beneficios
tales como liquidar los impuestos personales
sin necesidad de un contador, viajar en
trenes de altísima calidad y cuyos
pasajes se sacan por Internet con horarios
y ubicaciones precisos, usar un servicio
de correos que reparte las cartas simples
en todo el territorio en un lapso máximo
de 48 horas y que, además, da utilidades
al gobierno, renovar el pasaporte por correo,
utilizar el servicio de salud más
eficiente del mundo, educarse en una escuela
pública en permanente mejoramiento
y de los mayores niveles internacionales.
Ese es el Estado que ahora debe movilizar
el gobierno para contener en lo posible
los daños y las consecuencias de
la crisis financiera. Creo que no es necesario
adjetivar la comparación de ese Estado
con el Estado que tenemos los argentinos.
Hace veinte años, las columnas de
cartas de lectores de los diarios estaban
siempre habitadas por reclamos desesperados
de la gente que no conseguía teléfono
o se le interrumpía el servicio estatal
inexplicablemente. La privatización
-bien o mal hecha- hizo desaparecer esa
literatura, con más el formidable
desarrollo de la telefonía móvil
en lo que la Argentina tiene hoy los mayores
niveles relativos de América del
Sur. Ahora, las cartas de lectores están
frecuentemente ocupadas por los jubilados
del sistema de reparto -el del Estado- que
le reclaman a la Anses no ya un acto administrativo,
sino que cumpla con los fallos judiciales
que ordenan ajustes o reconocimientos. Es
tan ineficiente la Anses y tan malo el trato
que da a los pretendientes que se ha creado
en el país una gran industria del
juicio previsional, porque no se pueden
defender los derechos sin el auxilio de
un abogado, que, además, debe especializarse
en el tema.
Es esta organización del Estado
argentino la que se hace cargo de la estatización
de las jubilaciones del sistema privado
extinto.
Y es el Estado que no ha sabido mejorar
los servicios ferroviarios en ruinas ni
organizar un sistema de transporte por ruta
con suficientes garantías de seguridad
para los usuarios ni obligar a la compañía
aérea de propiedad española
a respetar sus contratos, sus horarios y
sus calidades de servicios el que ahora
nos anuncia que será empresario de
la mayor red de tránsito aéreo
de cabotaje, de la que dependen dramáticamente
decenas de ciudades lejanas y aisladas en
el territorio grande del país.
¿Qué significa, entonces,
"estatizar" en la Argentina? No
como puede esperarse en los países
con Estados eficientes una mayor seguridad
o una mejor protección para los usuarios,
sino transferirlos a organizaciones que
son parasitadas por el clientelismo, los
intereses corporativos, la anomia de los
empleados y hasta la acción de mafias
que prosperan en el desorden. En la Argentina,
estatizar es empeorar. Y ésta es
una realidad nuestra, desprovista de sesgos
ideológicos, pero que apela a una
reflexión más honda.
Nuestro país es hoy una nación
sin Estado. Las luchas políticas
del pasado, la falta de acuerdo de las fuerzas
políticas sobre las cuestiones básicas
y el asalto corporativo que han hecho al
espacio público las corporaciones
militares, empresarias y sindicales nos
han dejado sin Estado. Lo saben los viajeros,
los jubilados, los que pagamos impuestos,
los que hacen cola en los hospitales, los
que deben hacer pininos para poder inscribir
a sus hijos en una escuela pública
de buena calidad, los que viven aterrados
por la inseguridad, los que deben sacar
el documento nacional de identidad o renovar
la cédula o el pasaporte. ¡Y
los pequeños y medianos empresarios
que quieren crear algo!
Nos está esperando, dramáticamente,
una refundación del Estado. Será
difícil, pero no imposible, empezando
porque en ese mismo Estado hay muchos argentinos
capaces y calificados que saben cómo
hacer las cosas bien. Y para darnos ánimos,
podemos apelar a la propia experiencia del
país. Porque tuvimos un Estado bueno
y porque aquél fue hecho a partir
de reformas también difíciles
y tormentosas.
La primera gran reforma del Estado en la
Argentina independiente fue realizada durante
el gobierno de Martín Rodríguez
por su ministro Bernardino Rivadavia. En
la década de 1820 aquellos hombres
encararon dos grandes reformas, la militar
y la religiosa, y una fundación notable,
la de la presencia de la mujer en los asuntos
públicos. Todas ellas levantaron
quejas que aún se pueden escuchar
en algunos ámbitos. La reforma militar
estaba destinada a quitar del erario el
enorme peso de los militares que volvían
al país después de las guerras
de la Independencia. Eran argentinos honorabilísimos
y que habían prestado servicios ejemplares,
pero no había presupuesto capaz de
aguantar esa carga. La reforma religiosa
siguió las líneas de la reforma
española de Carlos III, orientada
a poner en producción las propiedades
religiosas improductivas y reducir el tamaño
de la población eclesiástica
volcando a la sociedad del trabajo a mucha
gente capacitada. La fundación de
un servicio femenino fue la creación
de la Sociedad de Beneficencia, a cuyas
mujeres integrantes transfirió nada
menos que la supervisión de escuelas
y hospitales, en un paso vanguardista sin
parangón en América del Sur.
Rivadavia afrontó las tormentas
de sus decisiones, le dio a aquella Buenos
Aires lo que los historiadores llaman "la
feliz experiencia" y dejó a
los gobiernos siguientes -entre ellos a
Juan Manuel de Rosas- una situación
saneada que duró hasta la siguiente
reorganización del Estado, luego
de la unificación nacional en 1861.
Aquellos padres fundadores tuvieron coraje,
voluntad y acompañamiento de la sociedad.
¿Nos animaremos nosotros? ¿O
creemos que es posible en el mundo moderno
una nación sin Estado?